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EL CUARTO DE MI ABUELA

Tres cucharillas, dicen las instrucciones del envase. Pongo cinco, recordando mi niñez. Luego, azúcar, un chorrito de café, otro de agua, y a mover la mezcla que va adquiriendo un color marrón claro, una textura cremosa, un sabor casi prohibido al que es imposible negarse, aunque con cada bocado se anticipe una taza desabrida y sosa, casi un calco de la vida y de sus efímeros placeres.

Y es que la leche en polvo era, en la casa de mi niñez, un bien si no escaso, sí digno de cuidado. Y por ello, ese tarro se guardaba en la parte alta de los estantes del cuarto de mi abuela.

El favorito de la familia no solía ser yo, ese lugar lo ocupaban mi hermano o algunos primos. Pero con mi abuela… con mi abuela era otra cosa. No solo me permitía comer leche en polvo pura o en esa golosa receta que había creado, incluso me ayudaba a bajar la lata. Una vez, hasta dejó de hablarle a su hija (mi madre) debido a un castigo seguramente merecido aplicado a este su nieto (en esa época los azotes no estaban mal vistos). Y eso no era poca cosa.

Fotografía: Shutterstock.com

Por todo eso, el cuarto de mi abuela, con piso de cemento y una sola ventana cuyos pequeños vidrios estaban siempre cubiertos por papeles y cartones, era mi refugio natural, ése en el que desaparecía toda frustración o desengaño que se pudiese tener a los cinco o seis años. No recuerdo otro lugar más acogedor que el regazo de mi abuela, sentado sobre sus polleras y acurrucado entre sus brazos, acariciado por una mano que ya mostraba un temblor que los años acentuarían hasta prácticamente inutilizarla. Entonces, sin embargo, podía abrir sin problemas el pesado candado con que aseguraba su petaca de cuero crudo, donde escondía panetón navideño (que comíamos a solas casi hasta marzo, cuando ya empezaba a cambiar de textura y hasta de color), dulces y chaskas antiguas, que yo utilizaba como juguetes.

Mi abuela murió varios años después, pero extrañamente no tengo recuerdos suyos más claros, quizá porque al final solamente sus hijos tenían acceso a su cuarto. Ella así lo quiso, debido al cáncer que le consumía el rostro a mordiscos, mientras la muerte, cruel, había elegido esperar a que la enfermedad y su inevitable carga de dolor llegaran hasta el hueso, como comprobó muchos años después mi madre, al trasladar sus restos a un sarcófago.

Ahora, mientras mezclo en una taza mi sobrecargada receta de leche en polvo, pienso que quizás ese fue el postrer regalo de mi abuela, elegir el recuerdo que yo tendría de ella: Su arrugado rostro enmarcado por dos largas trenzas grises, sus ojos claros donde siempre, siempre encontraba un brillo cariñoso y cómplice, y sus brazos abiertos como una cálida promesa de cariño, de hogar.

No recuerdo bien su voz. Acaso porque no hacían falta las palabras entre nosotros. No importa, no la necesito. Basta con cerrar los ojos para que este aroma inconfundible y esta sustancia dulce y cremosa cuyo sabor anticipo, instantáneamente me devuelvan décadas atrás. A mi niñez, a mi refugio.

Al cuarto de mi abuela Juana.

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